Entrevista a Lourdes Berzas, psicóloga ambiental.

13/04/2022

Sociedad y Personas Medio Ambiente Demos Vida

«El arte permite construir mundos e historias que quizás no todo el mundo puede imaginar»

En su afán por generar conciencia sobre un problema silencioso e invisible como la degradación medioambiental, la psicóloga ambiental Lourdes Berzas recurre al arte urbano, rural y participativo para despertar la curiosidad y emoción de la ciudadanía.

  • «Pensamos que nuestro entorno no empeora porque no estamos conectados emocionalmente a él».
  • «Si reducimos la escala, nuestra vecina nos dejará las llaves de su casa para regar las plantas del balcón, favoreciendo que vengan los polinizadores».
  • «Si nos alejamos de la naturaleza, cada vez nos cuesta más volver»

Por Cristina Suárez


La artista y psicóloga ambiental Lourdes Berzas descubrió el mundo gracias a las pinturas de su abuela y la guía de aves de su abuelo. De niña, cada vez que encontraba una excusa, hundía su cabeza en esas páginas plagadas de textos, mapas e ilustraciones naturalistas: poco a poco, supo identificar cada ser vivo que se encontraba en el campo. Entonces descubrió que la naturaleza siempre había estado ahí, aunque hubiera pasado desapercibida en muchas ocasiones. Ahora, a través de su proyecto Loubé, Lourdes Berzas desarrolla en pueblos, colegios y otros espacios un programa de intervención socioambiental a través de procesos artísticos, como la pintura mural, para ayudar al resto de las personas a recuperar ese sentido de pertenencia con la naturaleza. Un paso fundamental para aprender a apreciar el entorno que nos rodea a diario y regenerarlo.


La relación de tu familia con la naturaleza inspiró desde el comienzo tu carrera profesional. Ahora, desde Loubé siempre haces hincapié en la importancia de la conversación generacional. ¿Qué aporta?


Aunque también he aprendido muchísimo de otras personas, es cierto que estas experiencias me han hecho valorar mucho esta relación. Desde que la Revolución Industrial nos dijo que, si no produces, eres un lastre para el sistema, en nuestra sociedad las personas mayores han quedado desplazadas. No se las tiene en cuenta en los procesos participativos y, además, se las ignora y se las infantiliza, como si ya no tuvieran nada que hacer cuando, sin embargo, constituyen la conexión con las raíces, la memoria de otras formas de relacionarnos con nuestro entorno (social y físico). Han vivido otro sistema que ahora no podemos ni imaginar, pero necesitamos muchas de sus experiencias. Creo que es necesario recuperar la importancia que realmente tienen, igual que la han mantenido en otras culturas.


Instituciones como Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud llevan años insistiendo en los efectos positivos de nuestro entorno en la salud mental. De hecho, un reciente estudio en Alemania realizado a 30.000 personas constató que realmente existe una vinculación positiva a nivel físico y emocional con la naturaleza: vivir cerca de espacios verdes predispone al bienestar. ¿En qué momento de tu carrera profesional decides casar la psicología con el medio ambiente?


Esta relación es ya clásica y, sobre todo, fácil de entender: hay indicadores objetivos y subjetivos acerca de cómo afecta a nuestra atención, a nuestros niveles de estrés, a la recuperación de enfermedades, a la ansiedad y a la depresión, a la convivencia, a la sensación de seguridad… a cientos de emociones.


Lo que es más difícil de entender, sobre todo si nos quedamos en una perspectiva individualista, es por qué hemos llegado a separarnos tanto de esos espacios hasta el punto de tener que utilizar la expresión «espacio verde». Ya no es naturaleza, no es campo; ahora es un trozo de terreno mantenido artificialmente que intentamos reservar dentro de las ciudades, que a su vez tienen otros problemas.


Es una realidad triste, sobre todo si se tiene en cuenta que es la gente de las ciudades la que manda sobre el resto: la perspectiva urbana se impone ante cualquier otra perspectiva, contando con tintes de superioridad frente a otras más rurales o ancestrales. Sin embargo, esta desconexión con la raíz hace que no tengamos respuestas para muchos de los problemas que vienen, como el desabastecimiento de energía o de alimentos. ¿Por qué percibimos así a «los otros»? Aún hace pocos años que descubrí la psicología ambiental. No existía dentro de los planes de estudios de las universidades.


¿Por qué crees que este concepto es aún desconocido?


La explicación más sencilla es que tanto la psicología como el medio ambiente son desconocidos por separado, por lo que también deberían serlo juntos. De la psicología tenemos una imagen estereotipada, asociada al diván y los traumas de la infancia, y esto no nos deja ver que, en realidad, está en todas partes. Del cuidado del entorno tenemos otros estereotipos, desde personas abrazando árboles hasta las –insuficientes– recomendaciones de apagar las luces y cerrar el grifo. En ambos casos están asociadas a una valoración negativa que no nos deja ver lo vitales que son. Además, tanto la psicología como las disciplinas que estudian el medio ambiente llegan a conclusiones que no interesan a quienes mantienen el sistema. Pasa lo mismo con la psicología ambiental: analiza la relación entre las personas y el entorno, bien sea natural o construido y cómo nos influye (e influimos). Las investigaciones apuntan que no podemos seguir manteniendo este nivel de producción y consumo; los problemas ambientales derivan de un funcionamiento patológico que se ha convertido en inercia en apenas los últimos siglos de la humanidad.


Por último, la psicología ambiental es una ciencia bastante reciente en comparación con otras disciplinas. Los primeros manuales, que hablaban sobre todo de los ambientes construidos, datan de los sesenta y no es hasta la década de los ochenta cuando comienza a hablarse de naturaleza y de conservación a nivel social. En la actualidad, de hecho, la psicología ambiental todavía es bastante académica. Cada vez hay movimientos más fuertes relacionados que beben de la ecología, la biología y la educación ambiental, pero la psicología ambiental todavía no está en la calle y sus propuestas son muy difíciles de aplicar si no se conocen. Por suerte, en movimientos como Extinction Rebellion la aprovechan para mejorar su comunicación sobre la crisis ecosocial y diseñar acciones directas no violentas para generar cambios.


Con ese contexto de la salud mental, te lanzas a trabajar lo ambiental desde la ilustración, desde el arte. ¿Qué puede hacer el arte por la concienciación medioambiental? ¿Por qué es algo necesario, desde tu punto de vista, para conservar la biodiversidad?


El arte es una herramienta comunicativa muy potente que nos permite construir mundos que no vivimos, experiencias que no tenemos e historias que quizás no todo el mundo puede imaginar. Puede que por eso sea una de las asignaturas –junto con la filosofía– de las que antes se prescinde cuando somos pequeños. Y sin embargo, es importante: hay muchísimas teorías de «hacia dónde nos dirigimos» –ciudades oscuras, apocalipsis, destrucción– que vemos en los medios una y otra vez, pero nunca encontramos narrativas que nos lleven a desear una sociedad más amable, con un mayor tiempo y una mayor cantidad de espacios de intercambio.


De hecho, más de la mitad de las capitales del mundo carece del mínimo de zonas verdes recomendado por la OMS: 10 metros cuadrados por persona. ¿Cómo trabaja tu arte participativo para resolverlo? ¿Cómo se puede visibilizar un entorno más amigable?


Si nos alejamos de la naturaleza, cada vez nos cuesta más volver. Un menor número de interacciones, y de menor calidad, supone un menor número de experiencias y emociones agradables con ella y nos dará más miedo, por lo que el vínculo se va debilitando y cada vez el contacto será menor. En este sentido, muchas personas están trabajando para mostrar al mundo esas utopías, esos escenarios más verdes. Yo también lo intento, pero creo que para generar esos modelos primero hay que conocer lo que todavía hay… y es muchísimo.


Por eso, en mi propio proceso de ir conociendo, voy transmitiendo para que otras personas también se sorprendan de las especies con las que convivimos. Hay mucha sorpresa al conocer, por ejemplo, que los gorriones, tan comunes como parecen, son un indicador de la calidad de vida de las ciudades y están desapareciendo a marcha forzada en Europa. Y, cuando aprenden que en abril vienen los vencejos, al año siguiente están mirando el cielo esperando su regreso, alegrándose de reconocer sus primeros vuelos en forma de hoz (lo que le da su nombre). Creo que con la ilustración y la infografía podemos despertar la curiosidad de personas a las que de otra manera no podríamos llegar. Y la curiosidad es el motor de todo.


Por último, utilizo otras dos herramientas que creo que son muy útiles: la pintura corporal y la pintura mural. La primera, que se borra en apenas unas horas, nos permite reducir la escala espacio-temporal de cosas tan complicadas de comprender psicológicamente como la pérdida de biodiversidad. En la mural, que suelo realizar con la participación del pueblo o de los alumnos en los colegios, es donde incluimos información más allá del dibujo principal y supone la reconquista de un espacio de hormigón, lo que abre la posibilidad de seguir atrapando, durante muchos años, a las personas que paseen por ahí, que se detendrán por un instante y que, con un solo vistazo, sabrán lo que estamos reivindicando.


A raíz de esas utopías, sueles mencionar que vivimos en un sistema antropárquico. ¿Qué significa?


Especialmente desde la Revolución Industrial, la concepción occidental del planeta comenzó a ser la de un lugar con recursos infinitos que podíamos extraer para nuestro propio desarrollo económico, así como la de un vertedero de todos los residuos derivados. Esto empujó a creer que la naturaleza podía ser manipulada en función de las necesidades y los deseos de los seres humanos.


Aquí es donde surge el término «antroparquía», que argumenta que el problema no es que exista antropocentrismo, sino que es transmitido de generación en generación a través de la socialización de políticas que deterioran el medio ambiente. Es decir: el propio sistema se retroalimenta y privilegia al humano sobre el resto de animales y elementos. Es un statu quo difícil de romper.
Pero hay otro aspecto importante: ni siquiera todos los seres humanos salen igual de beneficiados. Se aniquila la diversidad biológica, pero también la cultural, propiciando conflictos locales que acaban con otras formas de relacionarse con el entorno. Y las mujeres son las primeras que sufren estas prácticas, a nivel de acceso y control de recursos, de amenaza y crímenes ambientales o de acciones y activismo ambiental.


Por suerte, pese a que el cambio es muy difícil, lentamente se consiguen avances. El 96% de la población europea coincide en que es nuestra responsabilidad cuidar a la biodiversidad y ya hay un debate continuo en torno a la experimentación animal, mientras que el maltrato animal es ya un hecho abiertamente reprochable y nuestra dieta, poco a poco, empieza a contemplar otras opciones.


¿Qué podemos aprender, por ejemplo, de la plaza de nuestro pueblo o de las aceras de nuestras ciudades?


Si reducimos la escala, aumentamos nuestra capacidad de hacer cosas. Y, sobre todo, nos quitamos culpabilidad, porque los efectos más extremos y globales no dependen de nuestras acciones individuales. Si reducimos la escala, nuestra vecina nos dejará las llaves de su casa para regar las plantas del balcón cuando se vaya de vacaciones, favoreciendo que vengan los polinizadores. Nos daremos cuenta de que no hace falta pensar en los osos polares para ver los efectos de la crisis socioambiental, sino que la tenemos en nuestro día a día, cada vez que talan un árbol cuando los pájaros están criando. Terminaremos percatándonos de que cada vez hay menos plazas con bancos para juntarse a hablar. Tendemos a pensar que los lugares no empeoran porque no hay nada que nos una emocionalmente, pero podemos contagiarnos de la curiosidad por descubrir esas especies que todavía aguantan y por construir historias que nos hagan sentirnos partícipes del lugar y querer protegerlo.


Lo cierto es que España es el país europeo con más biodiversidad: nuestro territorio alberga 121 tipos de hábitats diferentes, con más de 50.000 especies animales y 10.000 especies vegetales. ¿Por qué siempre miramos fuera de las fronteras?


Desde pequeños nos bombardean con unas especies, pero no con otras. Por ejemplo, en los cuentos infantiles siempre hay dos tipos de animales: los exóticos –como loros, tigres y jirafas– y los animales de granja. Ocurre lo mismo con las plantas: las bonitas son las flores coloridas, los árboles altos y verdes de las selvas del Amazonas, por lo que llegamos a una estepa y nos aburrimos, o vemos un matojo verde en un alcorque y lo arrancamos. Así, es más fácil que la gente haga donaciones para proteger una especie carismática que para otra especie que sea más fea pero esté igual o más amenazada porque, precisamente, no ha salido en las noticias. Por ejemplo, cuando hace un par de años se dieron esos terribles incendios en Australia, la gente se tiraba de cabeza a ayudar a los koalas pero nadie conocía la situación de los mieleros regentes, unas aves que ya están perdiendo la capacidad de comunicarse entre sí, porque los jóvenes ya no tienen adultos de los que aprender a cantar.


No obstante, yo creo que sí conocemos cierta parte de la fauna que nos rodea. Sabemos lo que es un gorrión común, aunque no le pongamos nombre. Y sabemos, cuando nos fijamos, que un gorrión común no es lo mismo que un herrerillo. Creo que el objetivo no es saber identificar todo lo que nos rodea, sino conseguir que algo nos choque. Hay especies que nos costarán más, porque tienen una simbología negativa, como ocurre con muchos insectos, pero todas ellas ocultan adaptaciones asombrosas.


¿Quiénes valoran más este aprendizaje a través del arte participativo: los adultos o los niños?


A los niños les encanta mancharse, así que les das un pincel y son felices. A medida que crecen dejan de hacerlo, por lo que cuando son adultos les cuesta mucho volver a ello. De hecho, con los adultos se da algo muy curioso: piensan que ese tipo de arte no es para ellos, pero al final, poco a poco, se sueltan. Y es que, generalmente, nos gusta ver que nuestro trabajo es útil para el resto de eslabones de la cadena. Las personas se sienten bien dejando su sello.


La pintura siempre ha jugado un papel reivindicativo. Pero ¿cuál crees que es el futuro del arte ambiental? ¿Llegará a conseguir que seamos realmente conscientes de lo que perderemos si no frenamos el cambio climático?


Espero que sí, aunque es difícil que lleguemos a tiempo: muchas ilustraciones de hace varios siglos reflejan especies que ya no están. Además, hay muchas causas por las que luchar, muchas situaciones discriminatorias que se interseccionan con la crisis ecológica y que hay que atender para que todo sea lo más equitativo posible. No nos quedará otra, y como seres humanos seguiremos expresando y creando para plasmar nuestra nostalgia, nuestra rabia y también nuestro optimismo. La cuestión es: ¿cuánto habrá que esperar para que todo el mundo lo haga? Yo invito a la gente a que se exprese, ya sea a través del dibujo, de la pintura, de la música, del teatro, de la cocina o del humor, pero que cuando lo haga hable de la crisis ecosocial, de dar con ese «nuevo mundo imaginable» en el que querría vivir.

Continúa en nuestro blog Demos vida a un hábitat mejor

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