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Los cambios socioeconómicos en el último siglo han provocado una segregación residencial en la mayoría de ciudades españolas.
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Las rentas más altas posibilitan una mejora sustancial en la calidad de vida, sobre todo en dos momentos clave del desarrollo: la infancia y a partir de los 65 años.
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Las personas que viven en distritos con bajos ingresos presentan una peor recuperación tras un episodio psicótico.
Por Marina Pinilla
¿En qué pensamos si pensamos en París? Quizá en sus hermosas fachadas de estilo Haussmann con impecables flores decorando sus balcones. ¿Y si imaginamos un paseo por Tokio? Luces de neón, restaurantes y antiguos templos en un perfecto equilibrio con las obras de arquitectura moderna. ¿Qué hay en Nueva York? Sobre todo, rascacielos. ¿Y qué evoca Madrid? Tal vez la elegancia del barrio de los Austrias o las prisas de su Gran Vía.
Si bien tendemos a considerar las urbes como entidades homogéneas, postales vivientes con rasgos idénticos en cada uno de sus rincones, la realidad es que cada ciudad, sea grande o pequeña, está formada por barrios con tantas diferencias entre sí como las que pueden existir con un punto geográfico ubicado en el extremo opuesto del continente.
Son muchas las personas que al hacer turismo se topan con esa heterogeneidad urbanística, sorprendiéndose al descubrir que Benidorm alberga algunos de los rascacielos más altos de Europa, que en San Francisco hay calles que se han convertido en un despliegue de chabolas o que en Bagdad existen zonas residenciales con exuberantes mansiones. Más allá de lo anecdótico en ese contraste arquitectónico entre nuestras expectativas y la realidad, las diferencias entre barrios se aprecian también en algo mucho más complejo y profundo: la situación socioeconómica de los vecinos, la delincuencia, la socialización y la salud física y mental.
Sin irnos muy lejos, Madrid es un claro ejemplo de esta heterogeneidad entre las fronteras de los barrios. Fruto de los avances socioeconómicos que han tenido lugar en los últimos siglos, la capital se ha distanciado progresivamente del resto de municipios del país y, simultáneamente, ha gestado una gran diversidad interna. Según el estudio Transformaciones económicas y segregación social, Madrid presenta un centro envejecido y una población joven que migra hacia las zonas periféricas.
Estas diferencias de edad repercuten en el ocio, impulsándose nuevas iniciativas culturales en barrios marginales gracias al aumento de población joven. Sin embargo, la disparidad no siempre es sinónimo de innovación y progreso. «Los cambios producidos en los últimos años traen consigo un incremento de las desigualdades a la par que implican otras formas diferenciadas de desigualdad que van más allá de las de ingresos o clase social», afirman Jesús Leal y Marta Domínguez, autores de la investigación.
La principal forma de desigualdad y quizá la base de todas las demás es la económica, que se manifiesta en dos aspectos principales. En primer lugar, la riqueza patrimonial, ya que para los jóvenes madrileños y para los inmigrantes que han encontrado un hogar en la capital es tremendamente difícil acceder a una vivienda o bien de alquiler o bien en propiedad. En segundo lugar, la renta neta por persona, que no solo está supeditada diferencias como la edad o el origen –es mucho menor en los más jóvenes y población extranjera–, sino que se ve influenciada por los puntos cardinales de la urbe: el norte de Madrid alberga una riqueza mucho mayor que la del sur, tal y como sucede en prácticamente todas las provincias de España según el último informe de Indicadores Urbanos del Instituto Nacional de Estadística (INE).
Las repercusiones de la ruptura entre norte y sur ha sido analizada por el ranking de vulnerabilidad del Ayuntamiento de Madrid, encontrando que la esperanza de vida varía hasta una década entre los diferentes distritos de la capital. En el podio se encuentra el norteño El Goloso, con una media de 88,7 años, frente al barrio de Amposta, perteneciente al distrito de San Blas, con una esperanza de vida de 78,4 años.
La explicación detrás de esta vasta diferencia es multifactorial. Por un lado, es innegable que las rentas más altas que caracterizan a ciertos barrios posibilitan una mejora sustancial en la calidad de vida de sus habitantes, sobre todo durante dos momentos clave del desarrollo: la infancia y a partir de los 65 años –en ambos rangos de edad los condicionantes ambientales tienen gran peso en la salud, especialmente las oportunidades educativas, la calidad nutricional de la dieta o el acceso a una atención médica y psicológica privada en caso de necesitarla–. Por otro lado, es importante mencionar que la contaminación es mucho mayor en áreas del sur: la estación de la plaza Elíptica de Carabanchel ha registrado tasas de dióxido de nitrógeno superiores a 200 µg/m³ en casi cincuenta ocasiones, pero no se activa el Protocolo para Episodios de Alta Contaminación.
Además de la esperanza de vida, también se aprecian grandes oscilaciones en su calidad en función del barrio, sobre todo en lo relativo a la salud mental. Un estudio llevado a cabo por la Universidad Autónoma de Madrid revela que las personas que viven en distritos con bajos ingresos presentan una peor recuperación tras un episodio psicótico y, a largo plazo, mayores tasas de discapacidad.
«La explicación podría tener que ver con el hecho de que las personas que viven en los vecindarios de bajos ingresos pueden sufrir más de falta de oportunidades educativas y una alta exposición al estrés crónico, y tienen que luchar con frecuencia para satisfacer necesidades más elementales», explican. En cambio, «los pacientes con mayores niveles de ingresos tendrían las necesidades primarias satisfechas», pudiendo dedicar el tiempo de recuperación al descanso, a la cohesión social o al fortalecimiento de sus habilidades cognitivas.
Sin llegar a padecer condiciones médicas graves, es innegable que la segregación urbanística influye también en nuestros niveles de felicidad. Para entender cómo, debemos conocer dos aportaciones del psicólogo estadounidense Richard Lazarus. En los años 60, el experto en conducta humana comenzó a estudiar el impacto del estrés cotidiano en nuestra salud mental, describiendo dos tipos de sucesos: los hassless (o situaciones desagradables del día a día) y los uplifts (experiencias positivas de pequeña magnitud). La London School of Economics and Political Science, 56 años más tarde, ha encontrado que las personas pertenecientes a barrios con rentas altas y a barrios con rentas bajas experimentan prácticamente la misma cantidad de uplifts o alegrías triviales. Sin embargo, las últimas se enfrentan a muchos más hassless, es decir, a estresores cotidianos. Además, son esas experiencias negativas las que condicionan los niveles de felicidad.