Por Cristina Suárez
En el libro sostienes que el futuro de las sociedades justas e inclusivas se basa en los espacios compartidos, como las bibliotecas, los parques y las guarderías. ¿Cómo contribuyen estas infraestructuras a mantener las redes comunitarias en las ciudades?
Tenemos que entender algo básico: uno de los retos de cualquier sociedad democrática es establecer un proyecto común, conseguir que las personas que forman nuestra sociedad sientan que comparten un destino y unas obligaciones entre sí. En el plano económico, por ejemplo, si algunos tienen una mayor capacidad para generar muchas más ganancias que otros, se necesita un sistema que asegure que el resto de personas también tengan lo suficiente para vivir y comer. Todo eso solo se consigue si hay un nosotros.
Sin embargo, nuestro principal problema en la actualidad es que la mayor parte de las sociedades han perdido ese propósito común. La gente siente que su trabajo es cuidar de sí misma y de su familia, y ha perdido ese enfoque. Esta es una de las razones por las que necesitamos estos lugares que mencionas, porque necesitamos volver a sentir que compartimos algo. Y si bien es cierto que esto no lo soluciona todo, sí que es un paso necesario en el camino porque existe un patrón ahora mismo, y es el de retirarse del espacio público hacia nuestra esfera privada.
Esa idea que entiende que cada persona es responsable de su propia salud construyó gran parte de las ciudades que conocemos hoy en día. De hecho, a lo largo de la Revolución Industrial, donde surgieron cientos de epidemias debido al hacinamiento de los trabajadores, países como Inglaterra entendían que la intervención pública no era necesaria precisamente por ese individualismo. ¿Aprendemos de nuestro pasado?
Bueno, más bien pasamos por ciclos. En Estados Unidos, por ejemplo, a principios del siglo XX hubo una propuesta muy progresista que construyó increíbles bibliotecas y escuelas públicas. Hasta se creía que, si eras extraordinariamente rico, debías compartir algunos recursos para construir bienes públicos que pudieran pertenecer también a los que los demás pudieran pertenecer. Pero posteriormente se creyó que si garantizabas un crecimiento inclusivo, la gente se rebelaría porque se negaría a aceptar el orden social. En la actualidad, hemos aprovechado el poder de las nuevas tecnologías y los nuevos tipos de construcción para endurecer estas divisiones.
Pero, en un principio, la tecnología nació con la idea de crear un espacio compartido más justo en el mundo digital.
Sí, pero no ha sido así, o no del todo. Ahora mismo, el problema es que la riqueza es desbordada solo para algunos pocos. La pregunta es cómo construimos un nuevo modelo, y precisamente por eso en el libro hablo de las ‘infraestructuras sociales’: lo que está ahora mismo construido en Estados Unidos y en Europa es de otro siglo. Necesitamos transformar nuestras ciudades, incluyendo el enfoque social en cada una de las construcciones, que es algo fundamental para nuestra salud.
En el libro das un ejemplo claro de esto: la ola de calor de Chicago en 1999, que provocó la muerte de 800 personas más de lo habitual en seis días. Pero lo que llama la atención es que, además de los que tenían aire acondicionado, también lo hicieron los que vivían en barrios con plazas y tiendas de comestibles, que no eran exactamente los más económicamente boyantes.
Sí, y demuestra que construir infraestructura social puede ser una cuestión de vida o muerte. No hablamos de lujo cuando hablamos de construir bibliotecas y parques. Es algo básico. Este verano estuve en Barcelona cuando todavía se estaba recuperando de una ola de calor y me di cuenta de que, sí, hemos luchado contra un calor asfixiante, pero también tendremos que hacerlo contra inundaciones torrenciales sobrealimentadas por ese aire caliente, la subida del nivel de los mares y los incendios forestales. Por eso, a medida que empecemos a construir contra el cambio climático, ya no podremos limitarnos a hacerlo con infraestructuras tradicionales.
Trabajaste como director de investigación durante la presidencia de Obama, aportando tu conocimiento sobre estas ciudades más sociales e inclusivas. ¿Qué aprendiste de esa etapa en el Gobierno estadounidense?
Lo que demostré con mi trabajo durante ese tiempo es que, si se utiliza la imaginación, podemos encontrar cientos de posibilidades para construir mejores infraestructuras eficientes en la ciudad, pero sociales al mismo tiempo. Por ejemplo, podemos instalar un sistema de protección contra las inundaciones a lo largo de un río a modo de dique pero, en lugar de ser un simple muro protocolario, podemos transformarlo en un parque, un sendero o un carril bici, obteniendo muchísimos beneficios más allá de lo puramente estructural. Pero, por supuesto, esto solo puede hacerse si se tiene interiorizado que todas las infraestructuras deben ser diseñadas con el enfoque de la cohesión social. En este sentido, es curiosa la poca imaginación que ha habido en este campo, a pesar de que esté demostrado que hay un coste increíble –humano y económico– si se crea la realidad de las ciudades sin tener en cuenta sus aportaciones sociales.
Sin duda, el cambio climático vuelve a poner en el punto de mira la planificación urbana en la medida en que no afecta a todos por igual. En Estados Unidos, por ejemplo, la mayoría de la población negra en las ciudades se ve doblemente afectada por las altas temperaturas, precisamente porque vive en zonas menos boscosas. Pero hay algo más, la llamada redlining fue una medida del Gobierno federal de 1930 que negó hasta 1960 los préstamos y los seguros a los posibles compradores de vivienda en los barrios más pobres y con población afrodescendiente, separándolos del resto. ¿Cómo podemos dar con la solución para reescribir lo que un día se hizo mal?
No solo fue esa. Muchísimas políticas sociales estadounidenses han motivado la segregación de la población. Por ejemplo, en los años sesenta, los alcaldes aprovecharon la construcción de nuevas autopistas para separar los barrios pobres de los ricos –es decir, los barrios de población negra de los barrios de población blanca–. Además, a la hora de construirlos, instalaron allí más pavimento y menos parques, lo que derivó en menos zonas limpias y más contaminación. Y ahora, ante esa infraestructura tan poco social, es evidente que esa parte de la población va a sufrir más las consecuencias del cambio climático. Ya hay pruebas de ello. Sabemos por qué ocurre y quién lo ha provocado y, sin embargo, aún falta muchísima voluntad política para hacer cambios.
La pandemia también puso de manifiesto esto que comentas. En todo el mundo vimos cómo el sentido de comunidad y, sobre todo, las redes vecinales eran fundamentales para garantizar la supervivencia. ¿Nos motivará esto a pensar en las ciudades de otra forma?
Ya estamos viendo cómo numerosas ciudades han desarrollado el aprecio por la conexión vecinal. Necesitamos vernos unos a otros, comunicarnos. Volviendo a Barcelona: la idea de las supermanzanas empezó antes de la pandemia, pero fueron fundamentales para permitir que la gente saliera a la calle y creara una vida social conjunta. Como he dicho antes, una sociedad donde la gente coopere y comparta valores va a ser una sociedad no solo saludable, sino también segura en todos los sentidos.
Antes hemos hablado de cómo internet no ha ejercido como ese espacio común, pero en tu libro también hablas del caso de Bodega, un sistema creado por dos exempleados de Google que consistía en cajas de despensa programadas para que los ciudadanos puedan hacer sus compras desde el móvil y que provocó una reacción negativa por parte de los ciudadanos porque no querían que desaparecieran las tiendas de toda la vida, aunque eso supusiera más desplazamientos o más tiempo de compra. ¿Cree que la digitalización nos ha acostumbrado a vivir tan a corto plazo que hemos olvidado los beneficios de ir más despacio?
Es una batalla constante. Las empresas tecnológicas ampliaron mucho su negocio y su huella durante la pandemia, y ahora no quieren renunciar a ello. Quieren hacernos creer que ir a comprar al supermercado es eficiente, que no necesitamos la biblioteca porque tenemos a Google. Personalmente, creo que a algunas personas les gusta esta comodidad por cómo están estructuradas las ciudades –los largos desplazamientos normalmente vienen provocados porque las personas con menos capacidad económica viven mucho más lejos del centro de las zonas con lugares comerciales debido al alto precio de la vivienda– así que, por supuesto, lo virtual les va a venir mucho mejor. Pero es que perdemos algo muy importante cuando dejamos de compartir lugares físicos con los demás: la improvisación en las conversaciones. Acabamos viviendo vidas menos interesantes. Acabamos estando con la misma gente con la que siempre estamos, limitando la posibilidad de escuchar otras opiniones, conocer otras historias y aprender de ellas.
Movernos siempre en los mismos círculos alimenta ese sesgo de confirmación que nos lleva a creer solo a quienes piensan como nosotros. Las ciudades que no piensan en los parques, las bibliotecas y los espacios compartidos, ¿pueden alimentar la polarización?
Así es. Y, sin embargo, necesitamos todo lo contrario: aprender a vivir con gente con la que no estamos de acuerdo.
¿Hay en la actualidad alguna ciudad o localidad que, desde tu punto de vista, pueda servir de ejemplo en esta búsqueda de infraestructuras que nos conecten (físicamente) a unos con otros?
Como dije antes, las supermanzanas de Barcelona son geniales para reanimar la ciudad tras la pandemia. Más allá, en Helsinki (Finlandia), creo que la nueva biblioteca, la Oodi, es un ejemplo muy bueno de infraestructura social que promueve la pertenencia: es un espacio multifuncional, abierto a todos los ciudadanos, con los servicios básicos gratuitos. Y en Nueva York, los nuevos planes de infraestructuras inclusivas propuestos por Joe Biden también pueden marcar la diferencia.
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