Tener un huerto ya no es cosa de los pueblos. Tras el paso de la pandemia, cada vez son más los urbanitas que se animan a tener uno. Una práctica que reduce al mínimo posible las emisiones en la cadena de producción de alimentos, captura CO2 de la ciudad y ayuda a conectar con la tierra. Hablamos con algunas de las personas que se han aventurado a vivir en la ciudad de una forma (algo) más rural.
- Para Natalia, los huertos urbanos son «lugares de aprendizaje, de reconexión con la tierra, de minimización de nuestro impacto en el consumo y el medio ambiente».
- Marcos: «Desde que lo tengo no sólo he mejorado mis hábitos alimenticios, sino que he recuperado una cierta calma que el ritmo laboral me había arrebatado».
- María Ángeles señala que estos espacios «fomentan el trabajo en equipo y valores solidarios imprescindibles».
Por Pablo Cerezal
¿Qué es un huerto urbano? Cualquier experto en lingüística podría responder que se trata de una antinomia («contradicción entre dos principios racionales», según la RAE), ya que pretende conciliar dos conceptos contrapuestos. ¿Acaso no se diseñaron las ciudades como alternativa al entorno rural? Y aún así, las ciudades cambian, y somos sus habitantes quienes tenemos toda la capacidad para realizar dichos cambios y mejorar, así, nuestra calidad de vida.
Es habitual para muchos ciudadanos abandonar la urbe durante los fines de semana para acercarse a algún pueblo cercano con la intención de volver a conectar con la naturaleza y poder escapar del caos urbano hacia un entorno más amable, charlar con los lugareños y descubrir lo fácil que es hacerse con un buen surtido de frutas, verduras y hortalizas con un sabor de esos que ya creíamos extinguido: el sabor de la tierra. Cada vez son más los que regresan al hogar cargados de productos sanos y ecológicos, con los que proporcionar a su menú semanal una explosión de sabores no carentes de los beneficios propios de todo aquello cultivado sin prisas. Se trata de productos destinados a cuidar la propia salud, no a la vertiginosa maquinaria de producción y venta; alimentarse, en vez de consumir.
En los últimos años, muchos de estos ciudadanos han decidido realizar pequeños cambios en sus vidas que son ejemplo para la comunidad. Con el apoyo de instituciones y asociaciones públicas y privadas, han decidido afrontar esa antinomia del huerto urbano para convertirla en una realidad irrefutable, sustituyendo sus visitas al entorno rural por el desempeño de actividades propias del mismo en su lugar de residencia.
¿Qué es, entonces, un huerto urbano? La respuesta es sencilla: cualquier espacio al aire libre, en el centro o la periferia de una ciudad, que se destina a nivel doméstico al cultivo de verduras, frutas, legumbres y hortalizas.
Los huertos urbanos se popularizaron durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos para evitar la carencia de suministros alimenticios de la población. Pero no es hasta la década de 1960 cuando grupos ecologistas revierten ese objetivo de producción, convirtiéndolos en vías a través de las cuales crear un mundo más natural, justo y solidario. A día de hoy, la autogestión, la vida comunitaria y la inclusión social forman parte del ideario de quienes han decidido convertirse en agricultores urbanos. Además, en muchos huertos colectivos de este tipo no sólo se cuida la calidad alimentaria y medioambiental, sino que también se desarrollan planes educativos, de ocio sostenible y de carácter solidario.
Natalia, junto con un nutrido grupo de vecinos, cultiva productos ecológicos en el huerto urbano Espinakas, situado en el popular barrio madrileño de Puente de Vallecas. Lleva en funcionamiento desde 2012. Ella explica cómo «además del cultivo comunitario, los propios horticultores organizamos jornadas sobre cuidado del medio ambiente, el reciclaje o las energías renovables, desarrollando pequeños programas de enseñanza para colectivos escolares especialmente vulnerables». Algo que se sitúa muy en línea con los huertos que ya existen en muchos colegios, los cuales se aprovechan para educar en valores de respeto medioambiental a las nuevas generaciones.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) dio a conocer, a finales del pasado año, su iniciativa Ciudades verdes, centrada en la adaptación de las ciudades a un modo de vida más saludable a través del uso, entre otros, de huertos urbanos. En sus informes destacan como beneficios de esta práctica el mayor rendimiento de la tierra, la reducción de transportes, envasados y almacenamientos altamente contaminantes, el aumento de la calidad alimentaria y medioambiental e incluso la posibilidad de proporcionar puestos de trabajo a colectivos vulnerables. Todo son ventajas y, sin embargo, aún hay países que no reconocen esta actividad entre sus políticas agrícolas y urbanísticas. A pesar de ello, la misma institución asegura que, en la actualidad, cerca de 800 millones de personas trabajan sus propios huertos urbanos.
Muchas personas tienen ya sus pequeños huertos en casa como una alternativa más sana a los productos que podemos consumir en la actualidad. Marcos cuida un pequeño huerto en el balcón de su casa, en el madrileño barrio de Lavapiés, y asegura que «desde que lo tengo no solo he mejorado mis hábitos alimenticios, sino que he recuperado una cierta calma que el ritmo laboral me había arrebatado. Al principio era una especie de reto y tenía que buscar huecos para dedicarme al cultivo de mis tomates cherry, pero ahora es al contrario: durante el tiempo que le dedico al huerto me ausento del mundo, logrando esa calma que antes no tenía».
Él es uno de los miles de ciudadanos que han decidido convertirse en horticultores urbanos sin salir del propio domicilio, pero la verdadera revolución de esta nueva vía agrícola va más allá de cuidar la propia salud y recuperar espacios de soledad y calma. Por ello, instituciones y asociaciones han dado el importante paso de recuperar terrenos urbanos con claros síntomas de degradación para reconvertirlos en huertos que puedan ser trabajados por todo ciudadano que así lo desee. Se trata de que las propias ciudades cuenten con nuevas zonas verdes que, además de proporcionar a la ciudadanía hábitos alimenticios más saludables, faciliten la socialización y el cuidado colectivo por el medio ambiente.
A este respecto, Marcos nos confirma su interés en compartir con otros ciudadanos su pequeña labor agrícola y sentir, así, que no sólo le beneficia a él, sino a toda la comunidad. «Llevo un tiempo investigando en la red de huertos urbanos del Ayuntamiento de Madrid. Ellos ceden terrenos a asociaciones para que puedan darles nueva vida compartiendo esta cultura del cultivo comunitario, y sólo me falta decidir aquella asociación que me cuadre más, por cercanía a mi domicilio y por el ideario que tengan», explica.
Natalia, desde Espinakas, aplaude la iniciativa del Ayuntamiento, pero considera que deberían existir más ayudas públicas, también para los propios agricultores urbanos, ya que «favorecería el desarrollo y ampliación de estos espacios, necesarios y positivos como lugares de aprendizaje, de reconexión con la tierra, de minimización de nuestro impacto en el consumo y, también, por supuesto, de creación de una comunidad, imprescindible en estos tiempos que vivimos».
Para ella, como para el resto de quienes cultivan en Espinakas, la emisión de gases de efecto invernadero es una de las principales preocupaciones. Por ello, en el huerto no sólo «se comprende mejor el funcionamiento del entorno medioambiental, sino también el modo de cuidarlo». No hay que olvidar el impacto que la expansión de estos nuevos terrenos de cultivo tendrá en la reducción de emisiones de gases invernadero, ya que el sector de la alimentación es de los más contaminantes en este aspecto. La ONU, en sus informes sobre Cambio Climático, viene advirtiendo de la necesidad de reducir el consumo de carne, potenciar el autocultivo y mejorar la dieta de manera progresiva, asegurando que este cambio significaría reducir un 23% las emisiones anuales de gases de efecto invernadero. El citado autocultivo, obviamente, pasa por los huertos urbanos, que evitan la huella de carbono del transporte y reducen sustancialmente el uso de plásticos, además de proporcionarnos una dieta más equilibrada y basada en los productos vegetales.
María Ángeles, compañera de Natalia en Espinakas, insiste en la importancia que para todos los horticultores urbanos tiene la concienciación medioambiental. Para ella no hay mejor vía para la misma, pues «fomentan el trabajo en equipo y unos valores solidarios imprescindibles, y porque también son la mejor vía para aprender y valorar el consumo de cercanía y de temporada, tomando conciencia y, lo más importante, ejerciéndola». Ella misma explica cómo han utilizado el huerto, especialmente durante la pandemia de la covid-19, «para lograr el abastecimiento alimenticio de familias en situación de extrema vulnerabilidad agravada por esta crisis».
Tras la pandemia, la demanda de parcelas en huertos urbanos se ha disparado. Un ejemplo claro es el de los huertos Montemadrid, gestionados por la fundación homónima, que han pasado de 30 parcelas ocupadas antes de que la covid-19 apareciese en nuestras vidas a las 80 con que cuentan en la actualidad. Si ampliamos el foco, en todo nuestro territorio hay más de 15.000 huertos urbanos ubicados en más de 300 municipios. En total alcanzan una extensión de más de millón y medio de metros cuadrados, según revela un estudio dirigido por el Grupo de Estudios y Alternativas.
Es evidente que el establecimiento, cada vez más extendido, de huertos en nuestros espacios urbanos, lejos de suponer la antinomia con que especulábamos al inicio, supone una verdadera revolución ciudadana. Sí, una revolución silenciosa como el crecimiento de los vegetales, pero también rica en beneficios, como estos mismos cuando están cultivados con mimo, compañerismo, técnicas tradicionales de probada solvencia y, por supuesto, totalmente libres de pesticidas o cualquier otro producto que pueda dañar su crecimiento, el del entorno y la salud del consumidor