La huella que no vemos: ¿de dónde viene lo que compramos?

29/09/2022

Sociedad y Personas Demos Vida

En las sociedades globalizadas en las que vivimos, gran parte de los objetos que compramos esconden un largo e invisible trayecto plagado de emisiones de CO2 y prácticas poco respetuosas con los trabajadores. Sin embargo, nuestro poder como consumidores puede contribuir a evitar la degradación de los sistemas provocada por nuestro consumo y generar un impacto positivo en las comunidades vulnerables.

  • La logística de la inmediatez nos ha acostumbrado a tenerlo todo cuando y como queremos.

  • Durante el confinamiento aumentaron un 79% las emisiones contaminantes de los puertos marítimos del mundo.

  • Muchas empresas están apostando por rediseñar sus cadenas de suministro, vigilando las acciones de sus proveedores y dotándolas de elementos de resiliencia, como la proximidad y la colaboración.

 

Por Cristina Suárez

Las manecillas de un reloj son mucho más que la representación del tiempo. La velocidad de su movimiento nunca cambia y, sin embargo, para nosotros pueden moverse a cientos de velocidades: el tiempo se volatiliza cuando somos felices, pero ¿no parece hacerse eterno cuando algo nos aburre? Todo se reduce a nuestro cerebro y la forma en que lo estira o lo comprime en función de sus necesidades, una cuestión que ha fascinado a científicos, filósofos y todo tipo de intelectuales desde tiempos inmemoriales.

En cuanto a disfrutar de los productos que consumimos a diario, el tiempo se ha minimizado al máximo. Los avances tecnológicos y la globalización han alcanzado tal inmediatez que tenemos la garantía de que en cuestión de días encontraremos en el felpudo de la puerta ese mueble para decorar el salón o la última línea de ropa de nuestra tienda favorita. No importa de qué parte del mundo provenga; llegará a tiempo.

Esa logística de la inmediatez nos ha acostumbrado a tenerlo todo cuando y como queremos. De hecho, según el estudio Future of Fulfillment Vision, cuatro de cada diez compañías quieren poder entregar sus pedidos en un plazo máximo de dos horas para 2028. Entre las estrategias para conseguirlo se encuentra la modernización de los almacenes y el uso de las últimas tecnologías como drones, vehículos autónomos y robótica; todo para robarle al reloj hasta el último segundo. Vender lo más bueno, bonito, barato y rápido posible.     

Sin embargo, la sostenibilidad de este modelo de consumo brilló por su ausencia en el preciso instante en el que se anunció el estado de alarma provocado por la pandemia del coronavirus. «Nos demostró lo frágiles que somos todos. Al cortar todo tipo de comercio internacional, el coronavirus puso en valor lo local, lo que hacíamos por nuestros vecinos y lo que nuestros vecinos hacían por nosotros», explica Carlos Ballesteros, director de la Cátedra de Impacto Social de ICADE. Y añade: «La sociedad de la inmediatez nos acostumbró a tenerlo todo de un día para otro. Con la pandemia de alguna manera nos desglobalizamos un poco, empezamos a darle un mayor valor a las cosas cerca de casa».

Antes de llegar a esa conclusión y plantearnos una transformación de nuestros patrones de consumo, tuvimos que ser testigos de los efectos que provocan estas cadenas de suministro globales –el camino que sigue un producto desde que se fabrica hasta que se vende y su posterior tratamiento como residuo vende– sobre el propio planeta. Mientras el nivel de contaminación en las ciudades se desplomaba por el confinamiento y la ausencia de coches, aviones y barcos, un estudio de la Universidad Tecnológica de Nanyang advertía sobre un aumento de un 79% de las emisiones contaminantes de los puertos marítimos del mundo. Al crecer exponencialmente la demanda de todo tipo de productos para matar el tiempo en casa, también lo hizo la congestión de las cadenas de suministro, nada preparadas para asumir lo que tenían por delante. Precisamente, apunta el informe, los retrasos prolongaron el tiempo de espera y la inactividad llevó a los buques a seguir emitiendo gases nocivos sin parar. En otras palabras, quedó demostrado que el sistema de producción necesitaba descarbonizarse.

Pero ¿dónde está la raíz del problema? Como explica Oriol Montanyà, sociólogo y profesor en la Barcelona School of Management, el origen está «en esa globalización económica que favoreció las cadenas de suministro largas y frágiles». Tras la Revolución Industrial, muchos se dieron cuenta de que la producción podría ser mucho más barata si se hacía en países lejanos donde los empleados tenían condiciones laborales menos exigentes. Esto, junto a un transporte internacional con costes muy bajos, animó a muchas empresas a deslocalizarse –trasladar un centro de producción a otra zona del mundo para que los costes de obra fueran más baratos– a países como China, Malasia, Filipinas, Singapur o Tailandia. Allí, la reducción de gastos permitió que fabricaran en mayor cantidad y a escala global, pudiendo hacer llegar sus productos mucho más rápido a cualquier parte del mundo.

«El transporte de las cadenas de suministro tiene un impacto negativo en tres dimensiones concretas: la contaminación atmosférica, el cambio climático y la contaminación acústica», añade Montanyà. «Cuando se construyen cadenas de suministro con la reducción de costes como pilar principal hay muchas posibilidades de que se generen riesgos de carácter social y medioambiental, y más aún si las empresas no asumen que todos los eslabones de la cadena participan igual, lo que requiere ser responsable de principio a fin». Ahora, como indica el Foro Económico Mundial, las ocho principales cadenas de suministro globales producen el 50% de las emisiones. Y eso no es algo que pueda seguir permitiéndose en el contexto actual de crisis ambiental. 

Además, el afán por la rapidez y la eficiencia en el menor tiempo posible construye sistemas de producción débiles. Y la mayor evidencia la revela la guerra en Ucrania. «Vemos los tres puntos débiles más relevantes: la fragilidad de la logística mundial, nuestra excesiva dependencia en las materias primas y el impacto económico de los vaivenes energéticos», apunta Montanyà. Coincide con Carlos Ballesteros, quien no duda en asegurar que la guerra afecta más allá de lo visible como el corte energético o la ausencia de materias primas. «De nuevo, estamos siendo testigos de esa vulnerabilidad que nos subrayó la pandemia. Venimos de una crisis de suministros y nos encontramos ahora con una crisis nueva que exige valorar todo de nuevo».

 

El poder, en los consumidores

En este contexto de incertidumbre prolongada, muchas empresas están apostando por rediseñar sus cadenas de suministro, vigilando las acciones de sus proveedores y dotándolas de elementos de resiliencia, como la proximidad y la colaboración. Porque lo piden por las consecuencias de la guerra y los últimos coletazos de la pandemia, pero sobre todo por la exigencia de los propios consumidores, que son quienes llevan la batuta en esta transformación sostenible: estamos ante una ciudadanía cada vez más concienciada con el medio ambiente y la sociedad, una ciudadanía que somete a las compañías a un escrutinio cada vez mayor. Como apunta la consultora EY, en estos últimos años se ha multiplicado el interés por las marcas socialmente responsables y los productos éticos, ecológicos y de origen local: «Si en 2005 solo un 10% de los consumidores tenían en cuenta los aspectos sociales y medioambientales en su compra, en 2020 ya son un 52%». Las empresas tienen que mover ficha.

El mensaje, además, reverbera en la ley. Por un lado, el pasado mes de febrero, la Comisión Europea aprobó una propuesta de directiva que obliga a las empresas a determinar los efectos negativos de sus actividades y a contar obligatoriamente con una estrategia que contribuya a evitar el calentamiento del planeta por encima de los 1,5º C. Por otro lado, el Congreso de los Diputados aprobó en España el proyecto de ley Crea y Crece, un texto que pone en valor a las empresas que buscan crear un impacto positivo en la sociedad. «Las compañías ya están formándose para ser más sostenibles también en su producción, y no solo de cara al público. De hecho, un 31% de las empresas españolas ya evalúa a sus proveedores en aspectos medioambientales, un porcentaje que se duplica en las grandes compañías», explica Cristina Sánchez, directora de Pacto Mundial de las Naciones Unidas. 

Un buen ejemplo es la meta que se ha marcado Leroy Merlin, cuya misión es hacer todos sus productos positivos, es decir, que minimicen el impacto medioambiental y social contribuyendo a un consumo más responsable. Además, quiere hacerlos mucho más duraderos y reparables, en consonancia con la legislación europea, así como capaces de ayudar a reducir el consumo energético e hídrico, mejorar la calidad del aire o favorecer la economía circular. Por ejemplo, al vender abono sin turba para los jardines, la compañía está contribuyendo a mejorar la presencia verde en el hogar y a conservar los humedales, donde se almacena el 15% del CO2 de la Tierra.

«A veces no somos conscientes del alcance que tienen nuestras decisiones como consumidores. Cuando compramos un producto, vemos también lo que hay detrás, en la cadena de suministro. Si decidimos no comprar algo cuya cadena de valor no garantice el respeto por los derechos humanos, por ejemplo, estamos contribuyendo a evitar ese tipo de violaciones que ocurren en las comunidades más vulnerables», insiste Sánchez. Y también podemos hacerlo desde una cara más positiva: «Acudiendo a aquellas ofertas de mercado que contribuyan al desarrollo de estas comunidades, a las que podemos aportar nuestro granito de arena con una simple elección sostenible en nuestro carro de la compra». Lo mismo ocurre con los ecosistemas, advierte la experta, puesto que «nuestras compras pueden apoyar modelos de producción más respetuosos con el medio ambiente».

No hay que romper con nuestros patrones de un día para otro. Podemos ir cambiándolos poco a poco, pero de forma eficiente. «La principal modalidad de consumo que debemos abandonar es el ‘comprar, consumir y tirar’, además de cambiar nuestro planteamiento hacia el compartir, rediseñar y reutilizar, a apostar por productos de mayor calidad y más respetuosos», enumera Sánchez. «En este sentido, la valorización de los desechos que propone la economía circular es una gran idea, pues da una segunda vida a los productos y reduce su impacto ambiental». Para eso, puntualiza Montanyà, necesitamos más información, seguir aprendiendo de las huellas de la comida que compramos o la energía que consumimos. 

Si de la mano del consumidor el cambio llega a las mesas de administración de las compañías, no cabe duda de que también se repartirá por todos los eslabones de la cadena de producción. De nuevo, es cuestión de tiempo. En primer lugar, indican los expertos entrevistados para este reportaje, para transformar una cadena hay que evaluar la cantidad de emisiones que produce al fabricar un producto, cuál es su sistema de gestión de residuos o cómo contribuye a equilibrar su huella de carbono. Una vez esté claro, apunta Sánchez, «debemos pasar a establecer los objetivos de reducción de emisiones, que debería hacerse siguiendo los que marca la comunidad científica, ya que son los más cercanos a la realidad». Y por último, poner en marcha las acciones que hagan falta para comprobar si las medidas son efectivas.

Según indica el Foro Económico Mundial, no hay motivo para negarse a hacerlo. El futuro será verde y, aunque algunas compañías todavía aluden a que una transformación sostenible implica un mayor gasto, los datos apuntan a que este es prácticamente imperceptible: la descarbonización de las cadenas de suministro agregaría tan solo de 1% a 4% a los costes del consumidor a largo plazo. «Por suerte, hay muchas cosas de la pandemia que ya han venido para quedarse en las cadenas de suministro. Estamos ganando mucho en producción verde, economía circular y renovables. También estamos viendo cómo somos mucho más conscientes de los derechos laborales y humanos», resuelve Montanyà. Atributos que traen sistemas de producción más robustos frente a las inclemencias del contexto (y, sobre todo, más respetuosos con los tiempos del medio ambiente).

Continúa en nuestro blog Demos vida a un hábitat mejor

 

 

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