Confinados en la soledad

25/05/2022

Sociedad y Personas Demos Vida

Aunque sus causas son previas, la crisis del coronavirus ha hecho más evidente uno de los grandes problemas del siglo XXI: la epidemia de soledad.

  • La sociedad hiperconectada ha creado un nuevo paradigma: los españoles pasan 58 horas de la semana en internet, pero están más solos que en el pasado.
  • El número de europeos que se sienten solos se duplicó durante la pandemia, un golpe que fue especialmente duro para los más mayores.
  • Corregir el rumbo es posible: cambiar cómo y dónde se vive ayudaría a aumentar las conexiones humanas.

Por Raquel C. Pico


Cada día, los españoles se conectan a internet a las 9.37 horas de la mañana y ya no apagan la red hasta las 22.18 horas. De media, cada semana se esfuman 58 horas en una conectividad permanente, según las cuentas de NordVPN. De hecho, los españoles están tan enganchados a sus dispositivos móviles y a la conectividad que no son capaces de abandonarlos ni siquiera mientras realizan las tareas más básicas: un 80% se lo lleva incluso al baño. Los españoles –y en esto no son una excepción respecto a las tendencias globales– no son capaces de despegar los ojos de unas pantallas que les permiten acceder a noticias, a plataformas de entretenimiento o a la posibilidad de mantener una charla con sus amigos y conocidos en apps de mensajería y redes sociales.


Pero esta elevada conectividad no supone que los españoles estén más acompañados que nunca. Todas esas relaciones en mundos virtuales no nos hacen necesariamente más felices ni nos hacen sentirnos menos solos. Puede que internet y los dispositivos móviles hayan creado la ilusión de estar siempre rodeados de cosas y de ruido, pero a la hora de la verdad son muchos quienes sienten cierto vacío. La gran epidemia del siglo XXI es la de la soledad, y la crisis del coronavirus y las medidas que se han tenido que tomar para frenar el avance de la enfermedad no han hecho más que empeorarla.

Cuando en el verano de 2021 el Centro Común de Investigación (CCI) de la Comisión Europea lanzó su estadística –por ahora la más reciente sobre la soledad en la UE– sobre cómo había impactado la pandemia, los datos fueron contundentes: la crisis sanitaria había llevado a que los europeos se sintiesen mucho más solos que en los años precedentes.


Uno de cada cuatro europeos reconocía haberse sentido solo durante esos meses, una cifra muy superior a la registrada en un estudio similar realizado en 2016. La cantidad se había doblado y, si se ponía el foco en las emociones de la población entre 18 y 35 años, se había multiplicado por cuatro. En España, los datos estadísticos estaban ligeramente por debajo de la media comunitaria, pero aun así mostraban un salto importante. El 18,8% de españoles que se habían sentido solos eran 7,2 puntos porcentuales más que en 2016.


La pandemia hizo que el problema aumentase, pero también logró que se hablase más de la soledad. En el caso de la población de más edad, la pandemia de soledad no era una noticia nueva. «La covid-19 ha evidenciado y agravado la vulnerabilidad de los mayores que viven solos», recordaba en la primera Conferencia de Ciudades que Cuidan la presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet. «Y para protegerlos y salvar vidas, precisamente lo que hemos hecho ha sido aislarlos más», apuntaba.


Durante la pandemia, el aislamiento fue una de las principales medidas que se siguieron para evitar los contagios entre la población de más edad, que constituía una de las demografías con mayor riesgo. Las visitas en centros de mayores se suspendieron por entonces, mientras que a aquellas personas de la tercera edad que vivían en sus casas se impuso una pauta de recomendaciones que implicaba reducir al máximo el contacto fuera de la unidad del hogar. A quienes vivían solos, la medida les condenó a no mantener contacto con otras personas durante muchísimo tiempo.


Además, la revolución digital que ha conducido al resto de la población a una ilusión de conectividad –no siempre real– ha tenido con los más mayores un efecto diferente. En su caso, el problema no reside en pasar horas y horas delante de una pantalla, recibiendo contenidos sin contacto real –físico y tangible– con otras personas; el problema, en cambio, consiste en haberse quedado al margen del espacio en el que todo ocurre. La brecha digital, así, condena a los mayores a una doble soledad: la que viven en el mundo físico y la que no logran evitar en el mundo digital.


Un estudio de la Universidad Simon Fraser, en Canadá, acaba de concluir que las mujeres de entre 65 y 74 años fueron las más afectadas por el aumento de la soledad causado por la pandemia, con un crecimiento del 67% de la soledad en comparación con lo que ocurría antes de la pandemia. En el caso de los hombres de esa misma franja, los datos son más reducidos, si bien conforman igualmente un porcentaje alto, de alrededor del 45%. En España, los suicidios entre mayores de 80 años subieron en un 20% con el arranque de la crisis del coronavirus, según las cuentas del Observatorio del Suicidio en España.


La soledad no deseada, por tanto, tiene un efecto directo sobre la salud mental de la población, tenga la edad que tenga. Por supuesto, también uno sobre la salud física: la Comisión Europea recuerda que las personas que se sienten solas tienen más probabilidad de tener un mayor deterioro físico y mental. De hecho, la soledad no deseada aumenta los riesgos de mortalidad de forma comparable al tabaquismo.


En las proyecciones con vistas al futuro se asume que la soledad irá en aumento. Más allá de los efectos secundarios de la pandemia, de los que aún no conocemos su fin, los cambios sociales están llevando a que cada vez más gente viva sola, lo que aumenta el riesgo de enfrentarse a esa soledad no deseada.


Las cuentas del Instituto Nacional de Estadística (INE) apuntan que en España habrá, en 2035, alrededor de 5,7 millones de personas que vivirán solas. De hecho, las viviendas unipersonales serán las que presenten un mayor ritmo de crecimiento. El aumento de la esperanza de vida y la diferencia entre la salud de hombres y mujeres –que lleva a que ellos fallezcan antes– está haciendo también que aumente el número de hogares unipersonales de mujeres mayores. Hoy, el perfil más habitual de hogar unipersonal en España es el de una mujer de más de 75 años –no pocas veces viuda–.

Repensar cómo se vive


Aunque los datos relativos a la soledad avisan de un patrón que no es el más optimista, la sociedad todavía se encuentra en posición de actuar y reconducir las cosas. Al fin y al cabo, una buena parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) funcionan como un antídoto para esta problemática. Cuando se trabaja la salud y el bienestar o la reducción de las desigualdades, incluso la educación de calidad y la igualdad de género, se están corrigiendo problemas que impactan de forma directa o indirecta en aquellas cuestiones que hacen que las personas se sientan más solas.


Teniendo en cuenta que la sociedad ha cambiado y que los modos de vida también lo han hecho, es el momento de replantearse cómo son las ciudades y el medio rural. Se debe pensar cómo se vive en cada entorno para poder crear soluciones que ayuden a reducir la soledad de sus habitantes.


A veces las soluciones son sorprendentemente simples, como demuestra la iniciativa barcelonesa Vecina, baja tu silla, que invita a las mujeres de uno de los barrios de la ciudad a bajar con su silla al fresco, potenciando la creación de conexiones sociales reales y humanas. Otras soluciones implican crear nuevas dinámicas de relación entre los distintos grupos generacionales, como ocurre con los programas de adopción de abuelos, que ponen a contacto a jóvenes voluntarios con personas mayores que se sienten solas.


En otros casos, la solución al problema supone echar mano de la tecnología: las compañías tecnológicas han descubierto que algunos de sus usuarios hablan con sus asistentes virtuales, convirtiéndolos también en fuentes de recordatorios de aspectos tan esenciales como la toma de medicinas. Incluso influye cambiar el diseño de edificios y de los espacios públicos: es lo que buscan quienes apuestan por reforzar los que ya se conocen como terceros lugares, a medio camino entre los lugares privados, los lugares en los que la ciudadanía pasa mucho tiempo –por ejemplo, el trabajo– y en los que se interactúa con los demás. Esta clase de lugares van desde las bibliotecas a los jardines urbanos, permitiendo hacer cosas nuevas y, sobre todo, encontrarse con otras personas. Del mismo modo, y de cara al caso de los mayores, están apareciendo nuevos espacios de vida, como viviendas intergeneracionales.


Un futuro mejor y menos solitario es posible. Solo hay que actuar para cambiar las cosas, apostando por crear infraestructuras y herramientas que palien el problema. Estamos a tiempo.

 

Continúa en nuestro blog Demos vida a un hábitat mejor

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